Errores comunes al presentar personajes
Errores comunes al presentar personajes

5 errores comunes al presentar personajes (y cómo evitarlos)

Has leído tres capítulos y no te importa si al protagonista lo atropella un camión.

¿Te suena?

Si alguna vez te ha pasado eso leyendo… o escribiendo, entonces ya sabes lo que está en juego: el peligro de presentar mal un personaje no está sólo en que aburra, es que al lector le va a dar igual lo que le pase. Se vuelve una sombra sin alma, un nombre más entre párrafos olvidables, condenado a la indiferencia. Y cuando el lector no conecta con tus personajes, da igual que tengas una trama digna de Hollywood: nadie va a seguir leyendo. ¿A mí qué me importa este? Ya la has cagado… escritor.

Por eso, presentar bien a los personajes no es un lujo. Es una necesidad. Pero no te agobies: no necesitas un máster en psicología para lograrlo. Sólo necesitas evitar algunos errores muy comunes que, spoiler: casi todos hemos cometido.

En este artículo te voy a mostrar 5 meteduras de pata habituales al presentar personajes y, lo mejor, cómo arreglarlas sin complicarte la vida. No se trata de hacerlo perfecto. Se trata de hacerlo respirar.

Al final del artículo podrás descargarlo en pdf para que lo tengas siempre a mano.

1. El personaje «ficha policial»

“Lucía tenía 27 años, medía 1,70 y tenía el pelo castaño.”
Fascinante. Estoy en shock.
No.

Este tipo de presentación parece sacada de un informe policial o un perfil de LinkedIn emocionalmente disociado. Sabes su edad, su altura, el color de su pelo… y no te importa. Porque no tienes ni idea de quién es. No hay emoción, no hay historia, no hay alma. Sólo datos tirados en el párrafo como si rellenaras un formulario.

Y si tus personajes parecen un formulario, el lector va a hacer lo que todos hacemos con los formularios: ignorarlos.

¿Cómo evitarlo?

Introduce los detalles físicos con intención. No los pongas ahí como si estuvieras redactando la descripción de un sospechoso. Usa la acción, la interacción, el contexto. Que se arremangue y deje ver una cicatriz que nadie menciona. Que se tropiece con la lámpara por ser demasiado alto. Que alguien le diga “por fin te cortaste ese nido de pájaros que llamas pelo”. Esos detalles se sienten reales porque están vivos en la escena.

Y por lo que más quieras: si vas a usar el cliché del espejo, asegúrate de que al menos se esté mirando con asco. O con miedo. O para comprobar si tiene restos de espaguetis en la cara. Pero no pongas a tu personaje frente al espejo como excusa para contarnos el color de sus ojos. Ya lo hemos visto. Mil veces. Todos lloramos.

¿Quieres decir que es alto? Pues haz que tenga que agacharse para entrar en un coche pequeño. ¿Quieres que sepamos que es bajita? Que se suba a una silla para alcanzar un frasco. El lector no es idiota. No necesita que le digas “Juan era alto”. Le basta con ver a Juan pegándose en la frente con el marco de una puerta.

Haz que su primera aparición diga algo sobre su esencia, no sobre su estatura.

2. El protagonista sin conflicto

Es perfecto. Siempre acierta. Nunca se equivoca. Tiene la compostura de un monje zen y la profundidad emocional de un tutorial de Excel.

Y por eso es insoportablemente aburrido.

Este tipo de personaje no genera empatía, ni tensión, ni vida. La mayoría de protagonistas que no terminan de gustar hoy en día pecan de este defecto: quieren amar, pero nunca dudan. Quieren luchar, pero jamás se rinden. Quieren ser humanos… sin cometer errores.

Un personaje sin conflicto interno es como un coche de lujo sin motor: muy bonito en apariencia, pero no va a ninguna parte.

¿Cómo evitarlo?

Dale un deseo poderoso.
Y un miedo igual de poderoso que lo frene.

Es esa colisión la que genera humanidad. Que quiera triunfar pero no soporte fallar. Que quiera intimar, pero tenga pánico al rechazo. Que quiera hacer lo correcto… aunque eso le cueste algo que ama.

Y, por favor, no nos vendas como defecto algo que en realidad es un halago encubierto.

“Es que su problema es que… es demasiado buena. Aprende todo a la primera. Es demasiado perfecta. No la dejan brillar.”

¡NO! Eso no es un defecto. Eso es pereza narrativa vestida de superación.
Hazla perfecta, claro, pero dale soberbia. Miedo al fracaso. Inseguridad que le carcoma los logros. Algo que afecte sus decisiones. Que la contradiga. Que la haga humana.

Un personaje necesita conflicto real, algo que lo saque de su zona de confort y lo obligue a moverse. Dale un fuego interno que lo empuje fuera de su madriguera emocional. Luego, haz que ese conflicto lo obligue a elegir. Y que esas elecciones tengan consecuencias. Que pueda perder algo importante.

Porque si tu personaje no tiene nada que perder…
¿por qué debería importarnos lo que gana?

Si quieres saber más sobre la creación de personajes, visita otros artículos del blog.

3. El exceso de adjetivos vacíos

“Era valiente, generosa, decidida y amable.”
Ah, perfecto.
¿Y si te digo que yo soy astronauta, ninja y pastelero?
¿Me crees? ¿No? Qué raro.

Los adjetivos no construyen personajes. Sólo los decoran, como si con pegarles un par de etiquetas encima ya fueran tridimensionales. El lector no te cree porque lo digas. Te cree porque lo ve. Porque lo siente. Porque el personaje se lo gana, a pulso, a lo largo de la historia.

“Valiente” no es lo mismo que actuar con valentía. “Generosa” no es lo mismo que hacer un sacrificio personal sin pedir aplausos. Y “decidida” no significa nada si nunca la vemos dudar antes de actuar. Los adjetivos son cómodos, sí. Pero en narrativa, la comodidad es una excusa disfrazada de descripción.

¿Cómo evitarlo?

Muéstralo en acción. Siempre.

¿Quieres decir que es valiente? Haz que entre a una casa en llamas. O que le diga la verdad a su madre con la voz temblando. O que se quede a ayudar cuando lo fácil sería huir. Eso es valentía. Lo demás es… marketing narrativo. Palabrería. Ficha de personaje inventada a última hora para una partida de rol.

¿Es generosa? Que dé algo importante sin esperar devolución. Que se parta en dos por alguien que no puede devolverle nada. No digas “era generosa”. Dale una escena en la que no pueda ser otra cosa.

Y si vas a usar un adjetivo, que sea después de haberlo demostrado. Como una conclusión lógica, no como una promesa sin pruebas.

Mostrar, no contar.

Si pudiera obligar a los que se llaman escritores a tatuarse algo, sería eso. En la frente. Pero escrito al revés, claro, para que lo lean cada vez que se miren al espejo mientras escriben su novela sobre “María, la dulce, intuitiva y perspicaz heroína que nunca hace nada interesante”.

Ese tatuaje, esa insignificante frase, puede marcar la diferencia en tu escritura. Dejarás de construir muñecos de papel decorados con adjetivos bonitos… y empezarás a crear personajes que respiran.

Porque los lectores no quieren saber cómo son. Quieren ver quiénes son, en lo que hacen, lo que eligen, y lo que están dispuestos a perder por mantenerse fieles a eso.

4. Exposición forzada en los diálogos

“Como sabes, hermana, papá nos abandonó hace diez años.”
¿De verdad habla así alguien fuera de una telenovela con bajo presupuesto?

Esto no es diálogo. Es PowerPoint disfrazado de personaje.

Cuando un personaje dice cosas que el otro ya sabe, y lo hace sólo para que el lector se entere… es como si se girara a cámara con un cartel que dice: “Esta parte es para que no te pierdas, ¿vale?” No hay nada natural, ni emocional, ni mínimamente funcional en eso. Sólo exposición forzada, rígida, artificial. Y lo peor: huele a miedo. Miedo de que el lector no lo entienda si no se lo das todo masticadito.

Y spoiler: los lectores no son idiotas. (La mayoría.)

¿Cómo evitarlo?

Haz que los personajes hablen porque quieren algo, no porque tú, autor todopoderoso, necesitas colar contexto. Nadie se despierta diciendo:

“Buenos días, esposo mío, padre de nuestros tres hijos y arquitecto frustrado desde 2009.”

No. Los personajes hablan para convencer, para ocultar, para atacar, para proteger, para manipular. Hablan con intención. Y en esa intención, en ese subtexto, es donde vive la historia.

¿Quieres que el lector se entere de que el padre los abandonó? Perfecto. Haz que uno de los hermanos diga:

“No todos tenemos el lujo de desaparecer cuando las cosas se ponen feas, ¿sabes?”
Y el otro le responda:
“¿Vas a volver con eso otra vez? No me gusta que me recuerdes lo que hizo papá.”

Boom. Mismo dato. Cero cartelitos.

Utiliza los diálogos para revelar cosas sin decirlas del todo. Que el lector tenga que unir las piezas. Dale la satisfacción de leer entre líneas, no la humillación de tener que tragar cucharadas de información con subtítulos.

Y sí, léelo en voz alta. Si suena como una escena de teatro escolar escrita por ChatGPT en modo automático, cámbialo. Los diálogos buenos no parecen escritos: parecen escuchados por accidente desde la habitación de al lado.

Un buen diálogo revela información sin anunciarlo. Y además, hace avanzar la historia. Si no hace ninguna de esas dos cosas, córtalo sin piedad. Agradecerás el silencio.

5. Personajes sin propósito en la trama

Está ahí. Respira. Dice cosas.
Y si desapareciera mañana, la historia seguiría exactamente igual. Ni una coma se alteraría. Ni un lector lo echaría de menos. Ni tú, probablemente, si no fuera porque le cogiste cariño cuando lo inventaste a las tres de la mañana mientras procrastinabas reescribir la escena importante.

Entonces, pregunto:
¿Por qué está?

Un personaje no debe existir sólo para decorar. Esto no es una fiesta de cumpleaños donde se invita a todo el mundo “por compromiso”. En una historia, cada personaje tiene que servir un propósito claro. Puede avanzar la trama, empujar al protagonista al límite, representar un dilema, aportar un punto de vista que nadie más tiene, generar conflicto, humor, tensión o ternura. Pero algo tiene que hacer.

Y ese “algo” tiene que ser indispensable.

¿Cómo evitarlo?

Hazte esta pregunta brutal pero necesaria:

¿Qué pasaría si este personaje no existiera?

Si la respuesta es “nada”, entonces ya sabes lo que toca. Te prometo que el mundo no se va a romper si borras a Marta, la amiga simpática que sólo está ahí para decir “¡ánimo!” en el capítulo 12 y luego desaparecer sin rastro. O a Ricardo, el camarero filosófico que aparece tres veces sólo para soltar frases como si fuera un oráculo de cafetería.

Puedes fusionar. Puedes reciclar. Puedes rediseñar. Lo que no puedes hacer es permitir que un personaje se quede en tu historia sólo porque “te gusta cómo habla” o “le has cogido cariño”. Así empiezan las novelas que parecen castings de Operación Triunfo: muchos nombres, pocas razones para seguir votando.

Incluso los personajes secundarios tienen que tener un impacto narrativo o emocional. Si no empujan, no iluminan, no cambian nada… no deberían estar. Ni aunque tengan el mejor diálogo que hayas escrito jamás. Ni aunque sean un homenaje a tu tía favorita. Ni aunque te lloren desde el margen del Word.

Si un personaje no sirve a la historia, está estorbando.
Hazlo relevante. Hazlo necesario. O dile adiós como se despide uno de un peluche viejo: con nostalgia, pero también con dignidad.

Evita estos errores y dale vida a tus personajes

Todos hemos caído en alguna de estas trampas. Tú, yo… probablemente hasta Shakespeare en un lunes especialmente malo. Cervantes no. Cervantes probablemente nació sabiendo. No te fustigues. Escribir no es una línea recta, es más bien un campo de minas lleno de cafés fríos, documentos abiertos eternamente y una pestaña de YouTube que misteriosamente se reproduce sola.

Pero ahora tienes algo poderoso: conciencia. Sabes qué errores matan a tus personajes antes de que siquiera respiren. Sabes cómo evitarlos. Incluso cómo usarlos con intención, si te pones creativo.

¿Te has visto reflejado en alguno? Bien. Eso significa que estás en el camino. Porque escribir es equivocarse mejor cada vez.

No necesitas personajes perfectos. Sólo necesitas personajes que se muevan, que deseen, que teman, que respiren, que fastidien y sean fastidiados. Que vivan.

Tus personajes tienen una historia que contar. Sólo necesitan que tú dejes de narrarlos como si fueran muebles con nombre… y los dejes ser.

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